¿Qué enfermedad tan sombría es aquella que nos hace desconectarnos del mundo, nos saca el placer de vivir y nos lleva a sentir que nada tiene sentido? Ni la familia o los amigos pueden reconfortar a quien está en esa situación, y mucho menos las invitaciones a salir a comer afuera, a ir al cine o hacer un viaje corto. El malestar no se resuelve con ninguna distracción.
No se puede dormir plácidamente, el futuro deja de importarles, la rabia les invade a ratos y las personas que les aman empiezan a alejarse desconcertadas con tales conductas. Incluso, de cierta forma, hay quienes en medio del sufrimiento sienten envidia al ver que las personas a su alrededor pueden salir adelante con sus vidas, con sus tareas y sus distracciones, mientras ellos no saben lidiar con las rutinas más elementales.
Algo dentro de la persona se rompe, y ésta padece una imposibilidad de percibir, de reencontrar algo fundamental que le dé sentido a los días actuales y a aquellos que ya pasaron.
Algunas veces es posible identificar cuándo fue que todo comenzó: a veces es porque la persona perdió a alguien muy querido. O porque se da cuenta de que está envejeciendo, y percibe que su vigor y salud no son los de años atrás. Ese tipo de transiciones traen nostalgia de momentos que nunca volverán, y esa constatación es impactante.
Sin embargo, no todos los dolores psíquicos tienen un origen fácil de identificar. Por ejemplo, un niño puede cargar de por vida con un sentimiento de abandono, y puede ser imposible determinar cuál fue la falla o negligencia de los padres que le ocasionó el trauma. A veces los hijos de una misma familia, criados de la misma forma, tienen percepciones totalmente opuestas en relación a la relación con sus padres durante sus primeros años.
Esos niños, al crecer, pueden presentar retrasos en el lenguaje, o en sus capacidades para adaptarse a lo que sucede en el entorno, o de entender lo que les sucede a nivel anímico. Allí es que las palabras de los demás empiezan a sonarles vacías, el deseo desaparece, y el desempeño en los estudios, el trabajo, la vida social o las tareas domésticas empieza a verse afectado.
Ninguno de los síntomas anteriores revela una simple tristeza, sino algo muchísimo más complejo. Cuando quienes siempre cuidaban su apariencia empiezan a mostrar un aspecto desaliñado en público, y se muestran con la misma ropa en situaciones que exigen mayores cuidados; o cuando sus expresiones visuales o verbales se ven afectadas, el problema es serio. Recordar, expresarse, desear y proyectar parecen tareas imposibles. Y que la persona recupere esas capacidades es posible, siempre que se haga con la ayuda adecuada de un profesional.
Para enfrentar la depresión, el terapeuta y el paciente construyen un espacio de relación donde el inconsciente sale a flote, exponiendo la forma en que la persona construye sus ideas y creencias, sus miedos, sus angustias; el objetivo del profesional debe ser que la conciencia del paciente pueda dialogar con sus deseos y respetarlos. La transformación no será fácil, pero sí un proceso existencial. El resultado, sin embargo, siempre valdrá la pena.